“La
Novia Helada”
El chico dejó su
maleta encima de la cama y se acercó al enorme ventanal que daba a
la calle. Los pestillos estaban cerrados a cal y canto y no logró
abrir la ventana para que entrara el aire frío que corría por la
calle. No pudo encontrar nada mejor con el poco tiempo del que
dispuso, aquel pequeño y lúgubre hostal sería su alojamiento por
aquella noche. A la mañana siguiente ya buscaría un hotel en
condiciones.
Miró atónito por
la ventana. Para colmo, las vistas desde su habitación, desde esa
segunda planta, eran ni más ni menos que las del cementerio del
pueblo. Allí estaba, al otro lado de la calle, separado de ésta
únicamente por un muro de unos dos metros de altura. El chico se
quedó un momento observando el camposanto. Se notaba que era muy
antiguo, había pocos nichos en altura, y la mayoría de tumbas
estaban bajo tierra, sólo sobresalían algunos montículos junto a
las lápidas, y en algunos casos una buena construcción de mármol y
varios panteones de gran tamaño. Ricos y pobres compartían suelo en
aquel lugar. Varias veredas adoquinadas transitaban por entre los
cuerpos de los que allí descansan eternamente, y media docena de
bancos de piedra adornaban aquel jardín de tranquilidad. Un
escalofrío recorrió todo su cuerpo y decidió apartarse de la
ventana y deshacer la maleta. Acto seguido bajaría a cenar y se iría
pronto a descansar. El viaje había sido largo y a otro día tenía
mucho trabajo por delante, además de encontrar un mejor alojamiento,
por supuesto. Se quitó su traje y lo colgó convenientemente del
armario, se vistió con sus vaqueros, una camiseta y su americana y
bajó a recepción. El mismo señor con cara seria que le atendió
para darle las llaves estaba allí, detrás del mostrador. Juraría
que no se había movido ni un milímetro desde aquel momento.
- Disculpe, ¿tienen
comedor aquí?
- Sí, señor, está
al fondo del pasillo. Servimos la cena hasta las once de la noche.
- Muy amable. Otra
cosa, si me lo permite. Me alojo en la 11, y hace bastante frio en la
habitación, ¿funciona la calefacción?
- Sí, señor. Es
una instalación antigua de radiadores de agua caliente. ¿Quiere que
suba a ponerla en funcionamiento?
- Se lo agradecería
enormemente.
- Faltaría más. No
se preocupe, usted cene tranquilo, señor.
- Gracias.
El chico atravesó
el pasillo hasta llegar al salón comedor. No cenó demasiado, a
pesar de tener que reconocer que la comida de aquel lugar era
excelente, quizás era lo mejor de todo aquel establecimiento.
Cuando pasó frente
al mostrador se sorprendió de no ver al recepcionista. Tal vez
estaría con lo de la calefacción de su habitación.
Entró en la
habitación esperando encontrarse con aquel señor tan “risueño”,
pero no fue así, no había nadie en la habitación, pero se notaba
la calidez que desprendían los radiadores, ya no hacía frio en la
habitación. Podría dormir plácidamente al menos.
Se sentó al borde
de la cama y sacó su cajetilla de Marlboro y el encendedor. «Un
cigarro y a dormir», se dijo. A la segunda calada observó la vieja
mesita de noche, de madera caoba bastante deteriorada por el paso del
tiempo y de su uso, y no pudo resistirse a abrir el pequeño cajón.
Encontró una vieja foto en su interior. La foto de una mujer vista
de espaldas, con un vestido que se asemejaba al de una novia, y que
en una de sus manos sostenía un paraguas enrollado. Cogió la foto y
miró el reverso, había unas palabras anotadas: “Te esperaré,
inmóvil” El chico dejó la foto en el cajón y se levantó a mirar
de nuevo por la ventana. Dos caladas más y a dormir. No se oía casi
nada, tan sólo el rumor del viento silbando por entre las grietas de
las casas, arrastrando las hojas caducas de los álamos que adornaban
la calle, y la oscuridad de los rincones a donde no llegaba la
mortecina luz de la luna. Y entonces surgió como de la nada, cerró
los ojos para acabar con la última calada y al abrirlos allí
estaba, al otro lado de la calle, al otro lado del muro, paseando por
la vereda adoquinada del cementerio. Sí, era una mujer, una chica
joven, con un vestido largo de color vino. Hasta con la luz de la
luna resaltaba aquel vestido en lo gris de la noche. Paralizado
observaba a aquella chica. ¿Qué hacía allí a esas horas? ¿Y
sola? ¿Y en el cementerio? ¿Estaría visitando a algún familiar?
Todas estas preguntas corrieron por su mente cual pólvora a la que
se le acerca la llama, hasta que de repente la chica se detuvo y miró
hacia la ventana donde se encontraba Él. Se quedó ahí, quieta,
mirando fijamente, y al chico se le cortó la respiración cuando le
pareció advertir que le hacía un gesto con la cabeza para indicarle
que fuera con ella. ¿Estaba ocurriendo todo aquello? ¿No estaría
dormido y su mente le ensoñaba todo aquello? ¿Qué debía hacer?
LA decisión la tomó
en el instante en que la muchacha le inquirió de nuevo que fuese a
su vera, y esta vez no hubo duda porque se lo hizo saber extendiendo
el brazo e indicándoselo con su mano. ¿Para qué seguir negando lo
evidente? No era un sueño. Aquella muchacha de cuerpo grácil y
negra melena hasta la cintura lo estaba reclamando por alguna razón
que no alcanzaba a comprender. Adelante. El chico rodeó su cuello
con la bufanda, salió de la habitación y bajó presto las
escaleras. No había nadie en la recepción, y al fondo del pasillo,
en el salón comedor se oía el rumor de los cubiertos. Mejor, pensó,
así que no hay que dar explicaciones. Abrió el portón del Hostal y
salió a la calle. El helado viento lo estremeció como si lo hubiese
atravesado de costado a costado, y el joven avanzó decidido a saltar
el muro que lo separaba de aquella mujer. No le resultó muy difícil
alcanzar el otro lado, y para cuando lo logró, ya no estaba la mujer
de rojo. No se veía a nadie. El silencio se hizo poderoso, diríase
que incluso el valiente viento se escondió en aquel mismo momento.
El chico echó a
andar por la vereda de adoquines. Sus pasos al pisar las hojas secas
iban dejando un eco moribundo que parecía no regresar, y después de
un buen rato de caminar detrás de lo que le parecía la sombra de
una mujer, llegó a una pequeña plaza.
Y allí estaba. Pero
no era la chica que había visto desde su ventana. No, no era.
Aquella mujer que tenía frente a él era otra, ésta carecía de
vida, era una bella mujer inerte, inmóvil, el vestido no tenía
color alguno, su larga melena ondulada parecía helada por el frio.
Pero era hermosa, la mujer más hermosa que había visto jamás, y la
deseaba con todo su ser, y la muchacha parecía llamarlo en silencio,
sin palabras, y el buen muchacho obedecía, y se acercó, y se
arrodilló a los pies de su joven amada, y soñó, soñó con ella…
La mañana del día
siguiente era fría, muy fría, en el pueblo amaneció todo helado.
La noche más fría del año había pasado por el pueblo dejando un
manto de rocío congelado por las calles, las casas y los árboles.
No se hablaba de
otra cosa en el pueblo. ¿Quién sería aquel muchacho? Esa era la
pregunta que todos se hacían. Lo demás ya lo imaginaban.
El chico lo
encontraron muerto por hipotermia, arrodillado y abrazado a los pies
de la hermosa estatua que hay en el cementerio, la que todos llaman
la Novia Helada por su triste final.
En la placa que hay
a sus pies hay grabada una inscripción…
“Te
esperaré, inmóvil”
“The
End”
Fran
@fmcazorla1
Hola!
ResponderEliminarMe ha gustado mucho esta pequeña lectura!! :)
Intento seguirte pero no encuentro el gadget de seguidores :S
Un saludo
es cierto, llevamos unos días sin lateral en el blog y no sabemos el motivo
EliminarExcelente Fran!!! Un gran relato!! Nos encanta!
ResponderEliminarBesos!!
Gracias...!!! :D
ResponderEliminar